La reciente decisión de los países del Grupo de Río de establecer, con evidente hipérbole, una Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe ha dado un sugestivo giro a la problemática de la construcción de un nuevo orden regional en las Américas, en el marco de los procesos de transformación del orden global.
A partir de la desaparición del mundo bipolar, en 1991, se han venido dando importantes cambios en el orden regional de las Américas. Este operaba básicamente como un sistema interamericano de carácter general (la OEA, el TIAR, el BID y organismos especializados) y un subsistema político-económico latinoamericano (principalmente el Grupo de Río, la Comisión Económica para América Latina, el Sistema Económico Latinoamericano, y la Asociación Latinoamericana de Intercambio).
A la creación del Mercosur, en 1991, sigue la vigencia del Tratado de Libre Comercio de America del Norte (TLCAN), en 1994, produciendo significativos reagrupamientos de integración en los extremos norte y sur del hemisferio. Estos hechos sientan las bases para la emergencia de dos nuevas propuestas de orden regional.
Estados Unidos, a través de la promoción del área de Libre Comercio de las Américas y luego los TLC, comienza a impulsar, a mediados de los noventa, una integración económica de alcance panamericano. En 2000, Brasil plantea, a manera de inédita contrapropuesta, la integración de Sudamérica. Pocos años después, Unasur comienza a operar como un foro político, diferente de la OEA, donde los países sudamericanos, además de asuntos de integración, discuten y coordinan temas de alta política regional.
Hasta esos momentos, la formación de un nuevo orden regional en las Américas parecía reducirse fundamentalmente a una cuestión entre la primera gran potencia, Estados Unidos, que por razones económicas y geopolíticas, buscaba acentuar su hegemonía hemisférica con una integración panamericana y, Brasil, aspirante a gran potencia, que perseguía consolidarse como potencia regional y asegurar la defensa de la Amazonía mediante la integración de Sudamérica.
En 2007 (re)aparece en escena México, bajo la presidencia de Calderón, tratando de mejorar sus relaciones con los países latinoamericanos -inevitablemente debilitadas por su pertenencia al área económica de América del Norte- con el propósito de convertirse en un puente entre el Sur y el Norte, en el continente y en el mundo.
Brasil y México han comenzado a celebrar reuniones bilaterales. Además, junto con China, India y Sudáfrica, son parte del G 5 (2007), que el G 8 ha elegido, para efectos de coordinación, como representante de las potencias emergentes del mundo. Se trata de dos Estados, de extraordinarios recursos, a los que se les pronostica, para las próximas décadas, un lugar entre las seis mayores economías del mundo, aunque a través de rutas y con afiliaciones un tanto diferentes. Sin embargo, un factor que los une en sus rutas de ascenso es la conveniencia de cultivar sus relaciones con Washington.
La decisión de crear una Comunidad de America Latina y el Caribe -una tercera propuesta de cambio del orden regional- sería la manifestación de un incipiente entendimiento entre México y Brasil, en cierta sintonía, aunque no lo parezca, con los intereses regionales de la gran potencia excluida del proyecto, Estados Unidos.
En efecto, la nueva organización podría servir para relanzar la identidad geopolítica de America Latina —tambaleante desde el TLCAN— y afianzar a Sudamérica dentro de ella. De esta manera, haría más difícil un alejamiento o secesión de facto de Sudamérica, o de parte de ella, del sistema interamericano, bajo un liderazgo brasileño. Ello, a su vez, facilitaría a Washington continuar y consolidar sus recientes avances al sur de Panamá.
En realidad, solamente si entendemos la profunda ambigüedad inherente a la política exterior y la diplomacia de los Estados podremos darle sentido al comportamiento de los principales actores involucrados en esta propuesta de orden regional, especialmente Estados Unidos y Brasil.
Estados Unidos se allana a la nueva iniciativa, pese a que, en principio, podría ser la semilla de un sistema interamericano paralelo, sin la Gran Potencia. Es que sabe perfectamente que son muy limitadas las posibilidades de una organización que agrupa a un conjunto tan heterogéneo de Estados como son los de Sudamérica, Centroamérica y el Caribe, a menos que ella sirva a un propósito hegemónico, como es el caso de la OEA y existan Estados dispuestos a financiarla (en el caso de la CEPAL, ella es un órgano de la ONU). Sabe, además, que buena parte de los Estados miembros de la organización seguirán siendo profundamente dependientes de Washington, o de Londres, París o Bruselas.
Brasil, por su parte, lo mismo que México, se convertiría en co-líder de un bloque formal de 33 Estados. Esta sería una nueva credencial, igualmente valiosa para el ascenso de ambos. Brasilia entiende también, al igual que Washington, que la nueva organización, en la práctica y no obstante su tentativa denominación, no podrá funcionar, en el mejor de los casos, más que como un foro amplio de discusión y concertación política. En consecuencia, confía que, al mismo tiempo, él será capaz de desarrollar su liderazgo en Unasur y de seguir impulsando la concertación e integración sudamericanas.
En este sentido y a manera de comentario final, en cuanto al posible rol de la nueva organización en la gestión de la participación de los Estados del hemisferio en la formación de un nuevo orden internacional, creemos que los intereses del Perú y los Estados sudamericanos estarían mejor representados por una organización como Unasur, circunscrita a la región.