A mediados de mayo último, en plena pandemia, los noticieros internacionales reportaron sobre unos serios enfrentamientos en la denominada “Línea de Control Actual” (o “LAC”, por sus siglas en inglés) entre la República Popular China y la India. Ahora bien, la cordillera del Karakórum ha sido el escenario de múltiples escaramuzas fronterizas en las últimas décadas. Sin embargo, fue la primera vez desde 1967 que estas produjeron víctimas mortales (63, según fuentes indias; Beijing prefirió no dar números). Aún se desconoce lo que habría provocado el incidente. Según algunas fuentes, todo habría empezado con un encuentro sorpresivo entre ambas partes en un sendero montañoso; para otras se produjo en el marco de negociaciones, precisamente dirigidas a disminuir las tensiones, acumuladas en las semanas anteriores. Según la versión oficial de Nueva Delhi, apenas días antes se había acordado en el terreno, el retiro de un grupo de guardias chinos que durante un mes habían construido puestos de vigilancia y carpas en territorio indio. Empero, Beijing niega cualquier tipo de violación de la frontera por parte de sus tropas y acusa a la India de constantes provocaciones en la zona. Esto sí: durante el incidente no se habrían usado armas de fuego, prohibidas por un acuerdo de 1993 para las guardias fronterizas en las zonas disputadas por ambas potencias, lo que hace suponer que las muertes habrían caído en luchas ‘de cuerpo a cuerpo’. Al menos en el corto plazo, China y la India lograron desescalar la situación: a inicios de junio se produjo una ronda de conversaciones de alto nivel que resultó en el retiro mutuo de las guardias desde la LAC. Sin embargo, todo indica que podremos esperar nuevos enfrentamientos —esperemos que sólo diplomáticos— entre Beijing y Nueva Delhi, por una serie de razones que se mencionarán a continuación.
Cuando la India proclamó su independencia en 1947, las relaciones con la China (aun gobernada por el Kuomintang) parecían prometedoras: finalmente las dos principales civilizaciones de Oriente podrían, libres del yugo imperialista de Occidente, recuperar su status en el sistema internacional y trabajar conjuntamente por un Asia libre, pacífico y próspero. Jawaharlal Nehru —primer ministro indio desde la independencia hasta 1964— incluso propuso la creación de una “Federación Oriental” entre ambos y otros Estados poscoloniales. La Revolución china de 1949 tampoco parecía generar algún impacto negativo para esta Hindi-Cheeni bhai bhai (o “hermandad indio-china”): India no sólo fue el primer Estado no socialista en reconocer a la República Popular, sino que además rechazaría la política occidental de aislamiento de Beijing, por considerarla contraproducente, y hasta rehusó la oferta estadounidense para ocupar el asiento reservado para China en el Consejo de Seguridad. Finalmente, la incorporación en 1950 del Tíbet, una histórica zona amortiguadora entre el Raj y el Imperio Chino, a la República Popular, sólo traería críticas verbales, para ser reconocida cuatro años después, con la suscripción de un acuerdo comercial con la “región china de Tíbet”[1]. En el mismo acuerdo también se presentaron, por primera vez, los cinco principios de coexistencia pacífica (o Panchsheel) entre ambas potencias, los mismos que inspiraron el establecimiento del Movimiento de Países No Alineados en 1961.
Sin embargo, a mediados de los cincuenta, las relaciones empezaron a deteriorarse. Por un lado, en el marco del “Gran Salto Adelante”, Mao consideraría cada vez más a Nueva Delhi como un “agente de los imperialistas” en los foros tercermundistas, donde ambos se presentaron como su líder natural. Por otro lado, el “respeto mutuo por la integridad territorial”, uno de los panchsheel, requería, claro está, contar con fronteras mutuamente aceptadas. En cambio, China y la India mantuvieron diferentes interpretaciones sobre su frontera bilateral[2]. Mientras que Nueva Delhi acepta la frontera heredada desde la colonia —conocida en el sector oriental como la “Línea McMahon”— como legítima, Beijing la considera ilegal, al ser producto del imperialismo británico y, además, por haber sido negociada por un Estado no soberano (Tíbet). Como tal, la República Popular sigue reclamando soberanía sobre el estado indio de Arunchal Pradesh, así como sobre la zona de Aksai Chin —muy estratégica al ser el nexo geográfico entre Tíbet y Sinkiang— y el Paso Karakórum. Luego de una reunión convocada entre Nehru y Zhou Enlai en el año 1960, donde el último se mostró dispuesto a aceptar la Línea McMahon a cambio del reconocimiento indio de los reclamos chinos en el oeste —algo rechazado por Nehru—, se acumularon las tensiones, hasta que finalmente se produjo la Guerra sino-india de 1962. Pese a que la contienda sólo duraría un mes, significó un shock para el mandatario indio, quien hasta el último momento desvaloró la probabilidad de un ataque chino. Además, si bien las tropas chinas se retirarían detrás de la Línea McMahon al final del conflicto, trajeron bajo su control el territorio de Aksai Chin, imponiendo así a Nueva Delhi la mencionada “LAC”, como línea de demarcación entre este territorio y el Ladakh indio. A partir de la humillación sufrida, Nueva Delhi abandonaría la dimensión idealista de su política exterior posindependencia y se iniciaría un periodo de más de veinticinco años de congelamiento de las relaciones con su vecino del norte. Cabe anotar que, además de la disputa fronteriza, también la creciente cercanía china con Pakistán, sobre todo en el ámbito militar, dificultaría seriamente las relaciones bilaterales.
Recién con la visita oficial de Rajiv Gandhi a Beijing en 1988 y la suscripción, cinco años después, del mencionado Border Peace and Tranquility Agreement, se inició un proceso de normalización de las relaciones entre China y la India. Clave para este acercamiento, tangible hasta inicios de la presente década, fue la postura crítica que compartieron hacia la potencia hegemónica —y sus políticas de promoción de la democracia, intervenciones “humanitarias” y el modelo neoliberal—, así como el potencial económico de una aproximación. En cuanto a la creciente convergencia política, mencionamos el establecimiento del grupo trilateral “RIC” (Rusia-India-China) —precursor de los BRICS— en 1996 y de una “asociación estratégica y cooperativa para la paz y la prosperidad” en 2005; la coordinación entre Beijing y Nueva Delhi durante las negociaciones globales del comercio global (en el seno de la OMC) y el cambio climático (con la alianza BASIC); así como la suscripción de numerosos acuerdos bilaterales en diversas materias. De la misma manera, las relaciones económicas prosperaron dramáticamente. Así, para el año 2011, China se convertiría en el primer socio comercial de la India y también los flujos de inversión entre ambos países pasaron por un boom (aunque en ambos ámbitos, con una clara ventaja para Beijing[3]).
No obstante, simultáneamente, se acumularon cada vez más elementos de discordia. Algunos de ellos tuvieron un carácter histórico, como la disputa fronteriza o el constante apoyo chino a Islamabad, mientras que otros un origen más reciente, tales como el perfil asimétrico de la relación económica, las pugnas entre ambos países por la adquisición de hidrocarburos en el África, o la oposición china al ingreso de la India al Grupo de Abastecedores Nucleares y al Consejo de Seguridad de la ONU (como miembro permanente). Con todo, durante las administraciones de Hu Jintao (2002-2012) y Manmohan Singh (2004-2014), se mantuvo una especie de política de “cuerdas separadas”, desde una conciencia compartida que un alejamiento, o peor aún, un conflicto entre los dos sólo beneficiaría a Occidente. Además, para el entonces mandatario indio primó el objetivo de la “autonomía estratégica” —una actualización de la histórica doctrina de no alineamiento, propagada por su país/partido durante toda la Guerra Fría— y China resultó siendo una pieza clave en esta política. Cabe mencionar que el documento No Alignment 2.0, uno de los más influyentes working papers sobre política exterior india publicado en 2012, ya reconocía lo complejo que sería mantener una relación positiva y sostenible en el tiempo con Beijing, tal como lo ilustra el siguiente fragmento:
On the global canvas, China looks upon India not as a threat in itself, but as a ‘swing state’ whose association with potential adversaries could constrain China. The challenge for Indian diplomacy will be to develop a diversified network of relations with several major powers to compel China to exercise restraint in its dealings with India, while simultaneously avoiding relationships that go beyond conveying a certain threat threshold in Chinese perceptions. This will require a particularly nuanced handling and coordination of our foreign policy, both through diplomatic and military channels. If China perceives India as irrevocably committed to an anti-China containment ring, it may end up adopting overtly hostile and negative policies towards India, rather than making an effort to keep India on a more independent path. (2012, p. 14)
Ya es un cliché afirmar que el arribo de Xi Jinping como secretario general del PCCh, ha constituido un hito en la historia política reciente; así también lo fue para la relación con la India. Como tal, las dos prioridades del mandatario chino, la Iniciativa del Cinturón y la Ruta (o “BRI” por sus siglas en inglés) y la afirmación de soberanía por parte de la República Popular en el Mar de la China Meridional, han contribuido con el reciente deterioro de las relaciones bilaterales. Así también, la victoria del partido nacionalista BJP y su líder Narendra Modi en las elecciones de 2014 en la India, con una agenda de política exterior más ambiciosa que la del Partido del Congreso, hizo que gradualmente la desconfianza empezara a dominar la relación. En tal sentido, la invitación al presidente de Taiwán y al representante del gobierno tibetano en el exilio para asistir a la ceremonia de inauguración de Modi, no fueron un mero detalle.
En cuanto al BRI, al momento de su lanzamiento, Nueva Delhi tenía dos principales objeciones. Primero, uno de sus seis corredores, el de mayores avances, constituye el denominado “Corredor de Crecimiento China-Pakistán” (o “CPEC”), que busca estimular el comercio entre Kasgar (Sinkiang) y el puerto pakistaní de Gwadar, ubicado en el estratégico Mar Arábigo. Desde la perspectiva india, se trata de otra arista más de la alianza Beijing-Islamabad. Por otro lado, contrariamente a Rusia, miembros de la UE o países del Medio Oriente, Beijing apenas involucró a Nueva Delhi en el diseño del megaproyecto. Si bien los mapas semioficiales del corredor “Bangladesh-China-India-Myanmar” (o “BCIM”) incluirían a puertos indios, ello no se basó en ningún acuerdo suscrito con Nueva Delhi. Por estas razones, el gobierno indio decidió boicotear el Foro BRI de 2017 en Beijing (aunque el país sí participa en el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura).
También la creciente asertividad china en el Mar de la China Meridional no solo preocupa a la India —un estimado 55% del comercio indio pasa por este mar— sino que además acerca al país a la estrategia del Free and Open Indo-Pacific de Trump y, en general, a los socios de Washington en su política de contención (estrenada con el Pivot to Asia de Obama) contra China. Así, por ejemplo, Nueva Delhi es un integrante de la “Iniciativa Cuadrilateral”, en materia de seguridad, con Estados Unidos, Australia y Japón y con el último se acordó elaborar el proyecto Asia-Africa Growth Corredor, generalmente considerado como una contrapropuesta al BRI. A raíz de esta tendencia, más la creciente cooperación en temas de defensa con Estados Unidos, Francia, Japón e Israel (entre otros) —más allá de su histórico socio, Moscú— Nueva Delhi se arriesga a ser percibido, cada vez más, por Beijing como un participe de esta política occidental. A su vez, con Xi, la presencia china en el Asia Meridional, considerada la zona de influencia de la India, se ha fortalecido enormemente, sobre todo a través del desarrollo de infraestructura portuaria —como lo demuestran los casos de Hambantota (Sri Lanka), Chittagong (Bangladesh) y Kyaukpyu (Myanmar)— así como mecanismos de “diálogo político” y diplomacia militar. Esto, a su vez, tiende a reafirmar la teoría, sumamente popular en la India, sobre una política de circunvalación del país (mejor conocida como el “Collar de Perlas”) por China. En otras palabras: ambas potencias parten de una política de contención del “otro” dirigida en su contra.
Respaldado por una tasa de crecimiento económico superior a la de China desde el 2016 —el PBI indio ya es el tercero del mundo, en términos PPA—, Modi claramente se muestra más firme hacia el vecino, en comparación de administraciones anteriores. Así, apenas un mes luego de la ausencia india del Foro BRI en el 2017, se produjo otro incidente entre ambos Estados en la zona de Doklam (el límite de China con Bután), cuando China empezó a construir una carretera muy cercana al corredor del “Cuello de la Gallina” —que conecta el noreste de India con el resto del país—. Sin embargo, por primera vez, tropas indias (armadas esta vez) entraron en acción y obligaron a China a detener las obras. Además, el mandatario indio se pronunció frecuentemente en contra de la construcción de represas en la parte superior del rio Brahmaputra, vital para el este de la India y Bangladesh, así como de las prácticas, según él neo-imperialistas, de China en países subdesarrollados. Finalmente, y así llegamos a nuestro punto de partida, durante los últimos años se han intensificado las obras de construcción de una vía en el valle Galwan, muy cerca a la LAC, reflejando así una dinámica de “toma y daca” en la relación bilateral. Precisamente esta obra, más el retiro de autonomía para el Estado de Jammu y Cachemira en agosto del 2019 por Nueva Delhi, y considerada “no aceptable” por la República Popular, parecen haber originado el último enfrentamiento (en un contexto, como es sabido, de múltiples tensiones geopolíticas y una anunciada recesión global).
Si bien ambos países parecen tratar de limitar los daños colaterales generados por las últimas escaramuzas, Nueva Delhi ya aprobó una norma que dificultará la presencia china en sectores estratégicos, como las telecomunicaciones —en miras a la proyectada introducción de redes 5G— y acaba de bloquear más de cincuenta aplicaciones telefónicas chinas en el país, alegando motivos de ciberseguridad. Sin embargo, la principal interrogante gira en torno al hecho de si la India podrá mantener su histórica autonomía estratégica —con toda la creatividad diplomática que esta exigirá— en el contexto de bipolarización del orden internacional o si, por la cercanía de Beijing, se optará por una alianza con Washington, algo que tendría serias consecuencias para la geopolítica del Asia… y el mundo entero.

Mapa de la frontera entre India y la R.P. China (The Economist) – leyenda:
- Aksai Chin, separado por la Linea de Control Actual (“LAC”) de Ladakh
- Doklam, cerca al corredor Siliguri (o: “Cuello de la Gallina”)
[1] Posteriormente, el Tíbet causaría problemas bilaterales cuando India apoyó a los militantes durante el levantamiento tibetano de 1959 y otorgó el asilo al Dalai Lama en el mismo año. Hasta la actualidad, el líder tibetano reside en Dharamsala (Himachal Pradesh).
[2] La frontera entre India y China, de 3488 kilómetros de largo, cuenta con tres sectores: el sector occidental que colinda con los estados indios de Jammu-Cachemira, Himachal Pradesh y Utarrakhand; un pequeño sector central (Sikkim); y un sector oriental alrededor del estado de Arunachal Pradesh, denominado “Tíbet del Sur” por Beijing.
[3] Por ejemplo, en el mismo año 2011, las importaciones indias desde la China llegaron a unos $55.3 mil millones, mientras que sólo exportaba por un valor de $19.1 mil millones hacia el mercado chino. Para el año 2019, el déficit comercial indio incluso había aumentado con $68.3 miles de millones de importaciones versus $17.3 mil millones de exportaciones. Además, mientras que la mayor parte de productos chinos tienen valor agregado, los indios constituyen principalmente materia prima (como el hierro). Dicha asimetría también se manifiesta en los flujos de inversión entre ambas economías.