Desde el envío de su primera misión comercial a China, en 1784, Estados Unidos ha exhibido tres objetivos estratégicos en sus relaciones con el Asia: obtener ventajas económicas y comerciales; difundir el cristianismo y los valores liberales; y proteger a sus aliados y territorios en la región. El principal medio empleado dentro de esta estrategia ha sido evitar el surgimiento de una potencia hegemónica en el Asia, la cual pudiera poner en peligro los objetivos estadounidenses. Los intentos de Japón y Rusia, a lo largo del siglo XX, fueron exitosamente neutralizados por Washington.
Sin embargo, al despuntar el siglo XXI, Washington encuentra que el colosal resurgimiento de China, de la mano con la globalización, la ha llevado a convertirse en el centro económico del Asia y en el motor de la cooperación y el financiamiento regionales. Reconsiderando el énfasis que venía poniendo en el Medio Oriente, la nueva administración de Obama plantea entre 2009 y 2011 una significativa reorientación de la política exterior norteamericana hacia el Asia, que le permita contrarrestar el ascenso hegemónico de China, en una región que a todas luces será una pieza central para la conformación de un orden internacional estable.
El llamado Pivote hacia el Asia involucraba principalmente el fortalecimiento de alianzas con Estados de la región, como Japón, el acercamiento a nuevos socios, como India y la ampliación de los lazos comerciales y de inversión, sobre todo con el Sudeste Asiático. Significaba también un acercamiento con China buscando comprometerla en la senda de un ascenso no coercitivo ni hegemónico. Al mismo tiempo, sin embargo, como respaldo y complemento de la acción diplomática, ponía en marcha un desplazamiento de las fuerzas naval y aérea estadounidenses del océano Atlántico al océano Pacífico.
El Pivote hacia el Asia intentaba reafirmar a los Estados de la región la permanencia del compromiso de Estados Unidos como potencia promotora y estabilizadora. En realidad, la nueva política estadounidense estaba mayormente orientada al Asia del Este y el Sudeste y se extendía al Pacífico, asignando, por ejemplo, un importante rol a Australia. Por otro lado, la política hacia el Asia se diferenciaba claramente de la política hacia el Medio Oriente, cuyo ámbito incluía en gran medida las acciones en Afganistán.
Con la asunción de Trump a la Casa Blanca, por encima de su criticado estilo de liderazgo y de las posiciones extremas de un sector de sus seguidores, ha reaparecido una tendencia norteamericana a replantear la hegemonía buscando disminuir sus costos y amenazando a sus socios y aliados con un repliegue económico, político y militar (tendencia que anteriormente se dio con Nixon y Reagan).
El alejamiento del Acuerdo sobre el Cambio Climático, el retiro del TPP, el énfasis en un mayor equilibrio del gasto dentro de las alianzas, y el aumento del proteccionismo son manifestaciones de esta tendencia con importantes implicancias para China, los socios militares de EE.UU. y las potencias emergentes del Asia, debilitan el liderazgo regional y
mundial de EE.UU. aumentando de alguna manera las oportunidades para China, al mismo tiempo que crean problemas para la continuidad de las alianzas y el acercamiento económico con la potencia estadounidense, todo esto a contrapelo de los objetivos del Pivote. Tampoco han ayudado en este sentido ciertas declaraciones de Trump y movidas navales estadounidenses, que han sido consideradas provocadoras por Beijing y que dificultan un diálogo bilateral que pueda influir sobre la dirección del ascenso de China.
En el lado positivo, el Secretario de Defensa de EE.UU. ha asegurado recientemente que su país continuará su rol estabilizador en la región y Washington ha sido firme en expandir las sanciones y hacer advertencias a Corea del Norte por sus recientes ensayos con misiles. En este punto, sin embargo, podrían parecer inconducentes las demandas a China para que intensifique sus presiones sobre Pyongyang, dado que en última instancia los intereses de Beijing están en la supervivencia del régimen.
Así como la aparición de Trump ha introducido cambios e incertidumbres en cuanto a las perspectivas de la relación con el Asia, en el lado asiático ha habido también un importante cambio. En 2013 China lanzó la iniciativa de la Nueva Ruta de la Seda, la cual conectará el litoral chino con Europa a través del Asia Central, Asia del Sur, África Oriental y el Medio Oriente, con una versión terrestre y otra marítima. Este mega proyecto, que involucra a 65 Estados, consiste en una red de infraestructuras de transporte, energía y comunicaciones al cual China ha asignado hasta ahora 113 mil millones de dólares, unilateralmente y mediante un fondo del nuevo Banco Asiático de Infraestructura e Inversiones. Rusia, por su parte, ha dado un fuerte apoyo a la iniciativa a través de la Unión Económica Euroasiática, con lo cual aquella pasó a llamarse One-Belt-One-Road Initiative (OBOR) y posteriormente Belt and Road Initiative (BRI).
En mayo 2017 China convocó a una reunión internacional sobre OBOR en Xian, la cual contó con la concurrencia de 130 delegaciones. También en este momento, China llegó a un acuerdo comercial con EE.UU., en el que, a cambio del acceso al mercado chino de varios servicios y productos norteamericanos, Washington expresó su conformidad con la iniciativa. El acuerdo aumentará la interdependencia entre China y EE.UU.
OBOR está considerado como una forma innovadora de integración, de una escala inédita. Con él, China está asumiendo un liderazgo transcontinental que rebasa el campo del libre comercio y le permitirá favorecer la adopción de sus estándares económicos en un gran número de países. Otro de sus proyectos de integración, el RCEP, menos liberal que el TPP y que se ha visto favorecido por el abandono de EE.UU. de este último, comprende a 16 países de ASEAN y Asia-Pacífico.
OBOR puede verse como una gran estrategia de índole geoeconómica y geopolítica, que permite a Beijing cambiar la orientación y tomar la iniciativa en un nuevo Gran Juego —que empequeñece al Gran Juego del siglo XIX— desplazando el escenario principal del Pacífico hacia la ocupación económica del “Corazón del Mundo”, donde las condiciones le son ampliamente más favorables y cuyo potencial largamente inexplotado parece incluso interesar a grandes corporaciones multinacionales.
Las implicancias geopolíticas de OBOR se relacionan, sobre todo, con uno de sus componentes, un Corredor China-Pakistán que impulsará el desarrollo de este país y pasará por territorio en disputa con India. Por otro lado, la Ruta Marítima de OBOR incluye a Sri Lanka, esfera de influencia india, a tiro de piedra de sus costas, que China ha transformado con proyectos de infraestructura. También incluye el puerto pakistaní de Gwadar, sobre el Mar Arábigo y a corta distancia del litoral indio, donde China planea construir instalaciones militares. La Ruta Marítima de OBOR plantea poderosas implicancias para el control del océano Indico, donde India y EE.UU. poseen intereses afines.
India, obviamente, tiene fuertes reservas al diseño de OBOR y no asistió a la reunión de Xian. Junto con Japón, acaba de lanzar la iniciativa de un Corredor Asia-África, que claramente busca competir con la Ruta Marítima de OBOR. En este caso, OBOR ha servido para unir a dos aliados de EE.UU. que coinciden en sus aprensiones hacia la iniciativa china.
Podemos anticipar con certeza que EE.UU., a pesar de su formal actitud positiva a nivel de un acuerdo comercial, se opondrá también al progreso de OBOR. Washington tiene un proyecto rival, la New Silk Road Initiative, que busca conectar el Asia Central con India, Pakistán y Afganistán. Sin embargo, no encajaría con la filosofía de la administración Trump entrar a competir con el multimillonario proyecto chino. Más bien, pensamos que la forma de frenar el avance de OBOR privilegiará las acciones militares y encubiertas para ganar aliados o desestabilizar a asociados del proyecto chino. Esta presunción se corrobora con algunos hechos recientes y sobre todo con el rol central y un tanto autónomo que parecen estar adoptando las fuerzas armadas en las acciones externas de la administración Trump.
La administración Trump ha frenado el repliegue militar de Afganistán y ha aumentado allí el número de tropas sin haber publicitado nuevos objetivos estratégicos. Se trata de un Estado que tiene extensas y porosas fronteras con los Estados del Asia Central y cuyos grupos rebeldes poseen santuarios en Pakistán. Se intenta por otro lado endurecer la postura de los Estados del Golfo hacia Irán, al mismo tiempo que se coloca a uno de los más célebres y eficaces agentes de la CIA (el llamado “Príncipe Negro”) a cargo de las operaciones en el Estado chiita.
La necesidad de coordinar posiciones con la India se ha reflejado en la reciente visita del primer ministro indio Narendra Modi a Washington. Al mismo tiempo, la incrementada participación estadounidense en Siria e Iraq favorece la consolidación de dos proto-Estados kurdos que serán necesariamente valiosos aliados de EE.UU. en las próximas pugnas en la región.
En suma, la administración Trump en sus primeros meses estaría modificando de manera significativa la política precedente del Pivote hacia el Asia, no tanto por sus propósitos de reducir los costos de la hegemonía y el protagonismo y los exabruptos del presidente (aunque los primeros han sacado a EE.UU. del TPP y los segundos no han favorecido el establecimiento de un diálogo fluido entre Beijing y Washington), sino en gran medida de manera reactiva ante cambios en las acciones de China, que ha abierto un nuevo frente de
avance hacia el Oeste. Las acciones chinas, sin embargo, han contribuido a fortalecer el acercamiento de Washington con Japón e India. En otro plano, por cuanto incluye el Asia Central, Asia del Sur y el Medio Oriente, la iniciativa china han debilitado la idea tradicional de un Asia compartimentada y de una suerte de competencia entre las acciones estadounidenses en el Medio Oriente y el resto del Asia, comenzando a propiciar entre estas un carácter más integrado. En un sentido opuesto, las acciones de EE.UU. en el conjunto de Asia parecen comenzar a privilegiar la confrontación y las opciones militares, con menores espacios para una estrategia diplomática.